A esta hora, 6:34 p.m. de hoy viernes 23 de abril del 2021, me encuentro en mi estudio, esa habitación que se ha convertido en mi caverna favorita, el espacio donde suelo aislarme para encontrarme conmigo mismo. De día mantengo las cortinas abiertas para que las ventanas se beban toda la luz que cabe en sus gargantas de vidrio, pero de noche las cierro para que el cuarto se relaje y descanse.

Saboreo un whisky en las rocas que me deja en la boca un cierto gusto a madera ahumada y leña seca. Esta vez no lo acompaño con aceitunas, maní o semillas de marañón, sino con un maridaje poco común: una guayaba que le recuerda a mi lengua lo que es la felicidad. Tintineo de cubos de hielo contra las paredes de cristal de mi vaso favorito.

Escucho ladridos de perros, ronquidos de motores, golpes de abejón contra la ventana, conversación de vecinos haciendo negocios, pasos de gato en el techo (supongo que el felino gris con blanco que se cree amo y señor de esta propiedad), chasquidos de gecko en la cochera, el trote de una rubia que corre a estas horas, los escalofríos del refrigerador y el portón del hierro de la casa de al lado.

Me rasco la cabeza (ayer me corté el pelo con la máquina de barbero que compré hace un año), me quito y pongo los anteojos a cada rato, muevo los dedos de los pies que a esta hora (7:08 p.m.) ya trocaron la prisión de las medias y los zapatos por la libertad de las sandalias. Ya no siento en lo alto del brazo izquierdo la punzada de la vacuna contra el Covid-19 que me pusieron ayer.

Acabo de escuchar el motor de un bus y recuerdo que tengo más de un año de no viajar en ese transporte público. Precisamente ayer le conté a una amiga que echo de menos esa experiencia que me permitía leer desde Mata de Plátano hasta San José y escuchar conversaciones interesantes, tristes o divertidas entre pasajeros. Algún día retomaré ese hábito urbano que tanto me gusta.

Hoy don Henry terminó de pintar las verjas, portones, columnas y maceteras de la casa. Por eso ese olor a pintura que mantiene activas a mis fosas nasales. Es un hombre de pocas palabras pero mucho trabajo y de calidad. ¡Tiene herramientas para todo! Trabaja solo pues no le gusta que lo gustan las distracciones ni estar encima de un ayudante que no avance a su ritmo.

El guarda de la urbanización conversa con un señor monotemático: solo habla de lotería, chances, tiempos, el acumulado y demás sorteos. Sus conversaciones giran única y exclusivamente en torno a números, agüizotes, corazonadas, estadísticas, razones para la mala suerte y sueños en los que alguno de los abuelos ya fallecidos le da alguna pista clave.

Gofio, mi perro, acaba de venir a darme una vuelta, ver cómo estoy; tiene esa costumbre. Escuché sus pezuñas sobre el piso de madera. Olfateó la pantorrilla de mi pierna derecha; me hizo cosquillas con su nariz fría, helada, y luego me obsequió unas cuantas lamidas. Como siempre, buscó boronas de pan pero no encontró ninguna; él piensa que yo me la paso comiendo bonetes de pan dulce, palitos con ajonjolí o tostadas.

A esta hora, 7:32 p.m., los amigos de papel que me rodean me dicen que pare de escribir y apague la computadora pues tengo que leer para celebrar el Día Internacional del Libro. Tienen razón. Esta noche es para ellos, por lo que dentro de pocos minutos estaré sentado en el sillón masticando despacio, saboreando, las palabras de alguna historia. Es justo y necesario pues ellos me acompañan siempre, van conmigo adondequiera que vaya. ¡Felicidades a ustedes, colegas lector@s!

José David Guevara Muñoz
Editor de Don Librote