De repente, las palabras juegan al escondido dentro de la página, se divierten saltando sobre la rayuela de los renglones o se entretienen imaginando que el lector es el gato y ellas los ratones que corretean sin tregua entre vocales y consonantes.

El caso es que no se quedan quietas. Retozan. Revolotean.

Y uno piensa que está siendo víctima del sueño, que el dios Morfeo está invitándolo a suspender la lectura e irse a dormir. Trocar el papel y la tinta por el colchón y la cobija.

Se trata de esos instantes en los que de repente uno se pregunta, tras frotarse los ojos, ¿qué acabo de leer? ¿Qué dijo la protagonista? ¿Por dónde iba?

No obstante, no siempre es uno quien está a punto de roncar en las orejas de don Quijote, hablar dormido con Tata Mundo o compartir la almohada con Madame Bovary. En muchas ocasiones es el libro quien tiene sueño y desea descansar.

Sí, a esos amigos del estante también les da sueño, solo que ellos no cabecean como las personas.

Tampoco bostezan.

Tampoco sienten que se les cierran los párpados.

Tampoco les da por estar viendo el reloj.

La somnolencia de los libros tiene otras manifestaciones, lo que pasa es que los muy bandidos nos hacen creer a los lectores que es por nosotros que está a punto de ponérsele un punto y seguido a la lectura; descargan sobre nuestros hombros esa responsabilidad.

A veces uno no quiere darse por vencido, batalla por no caer en la telaraña del sopor o ser picado por el alacrán de la modorra.

Pero resulta que es el libro el que se está durmiendo pues está agotado de tantas lecturas, tantas recomendaciones, tantas presentaciones, tantas interpretaciones, tantas críticas, tantas reediciones, tantas idas a la playa, tantas visitas a la cafetería, tantas veces que ha sido prestado.

Sí, a los libros también les da sueño; en especial a esa obra de teatro de Pedro Calderón de la Barca titulada La vida es sueño.

Hay noches en las que los escucho roncar en los anaqueles de mi biblioteca. También he llegado a oírlos levantándose para ir al baño a orinar. Algunas madrugadas he tropezado con algunos que padecen sonambulismo.

Usted debe estarse preguntando cómo descubrí que en muchas ocasiones son ellos quienes tienen sueño y no los lectores. Pues bien, se lo cuento…

… en apariencia está uno a punto de caer en los brazos de Morfeo, pero cierra el libro y el sueño fulminante desaparece; en un abrir y cerrar de ojos se renueva la energía y el vigor alcanza para escuchar música, hacer una llamada telefónica, ver una película, decorar algún rincón de la casa con motivos navideños, lavar los platos de la cena, poner a cocinar frijoles negros…

¡Se cierra el libro y se abren los párpados!

No era uno quien tenía sueño, era el libro, pero claro, ellos son expertos en hacernos creer mentiras que parecen verdades…

José David Guevara Muñoz
Editor de Don Librote