Me gustaba leer cartas, en especial las que habían sido escritas a mano. Tenían un encanto particular.

Era emocionante caminar los trescientos metros que nos separaban de la oficina de Correos, meter la llave en la cerradura y abrir el casillero del apartado postal.

La alegría se apoderaba de uno en caso de que aquel pequeño espacio, con dimensiones similares a una caja de zapatos, estuviera repleto de sobres corrientes, aéreos o de manila.

Felicidad plena si al menos uno de los sobres tenía mi nombre escrito en la cara principal, diagonal al espacio de las estampillas. Del otro lado, la identidad del remitente.

Mi impaciencia era tal que no podía esperar a llegar a casa para leer las palabras que alguien, dentro o fuera del país, había escrito para mí. Las leía de inmediato.

Las mismas sensaciones cuando mi tata abría la puerta de mi habitación y anunciaba que había llegado una carta para mí. Dejaba de lado lo que estuviera haciendo y me enfocaba en leer la correspondencia.

Años atrás había conocido el telégrafo -en San Ramón de Alajuela y en Liberia, Guanacaste-, pero nunca recibí un telegrama; papá y mamá sí, bastantes.

Sin embargo, sí fui el destinatario de bastantes cartas. Me gustaban más que los telegramas, pues mientras que estos eran sumamente cortos (cada carácter tenía un precio), en las cartas se podían despilfarrar las palabras.

Recuerdo la primera carta que escribí en mi vida. Se la envié a la hermana menor de mi tata y decía así: “Tía, quiero decirle que la quiero mucho”.

Años después me hice aficionado a las epístolas y le escribía incluso a personas de otras naciones que publicaban sus direcciones postales en diversas revistas que se importaban desde Costa Rica.

Si no me falla la memoria, la última carta manuscrita que recibí era de una exnovia que me informaba que iba a casarse; la misiva incluía una invitación para asistir a la boda (confieso que no fui).

Una de las cartas más felices que recibí fue una en la que se me anunciaba que había ganado el primer lugar en un concurso de obras de teatro navideñas convocado por una editorial hispana ubicada en El Paso, Texas.

¿Y el 338? ¿Qué tiene que ver en esta historia? Era el número del apartado postal que teníamos en San Pedro de Montes de Oca. Allí recibíamos la correspondencia.

Un número inolvidable que me llena de nostalgias y evoca muy gratos recuerdos.

Me gustaba leer cartas, en especial las que habían sido escritas a mano. Tenían un encanto particular que no posee el correo electrónico.

JDGM