Uno se sentaba sobre el pedal de la máquina de coser, empuñaba la rueda motriz que parecía una manivela y se creía Batman conduciendo el Batimóvil.

A la mecedera de madera se la volteaba, dejando las patas arqueadas hacia arriba, y se transformaba en un carretón tirado por caballos.

Una tabla colocada al frente del triciclo convertía a este vehículo infantil en un carro de guerra romano.

El camarote de dos niveles se transformaba en las habitaciones de un yate gracias a las paredes improvisadas con sábanas, colchas y cobijas.

La parte inferior de la mesa del comedor, poblada por las patas de las sillas, era una caverna laberíntica apta para superhéroes.

Cualquier mueble o electrodoméstico se convertía, con la ayuda de la imaginación, en un mágico juguete que nos entretenía y divertía durante los años de la infancia.

A Frank, Alejandro, Ricardo y a mí nos bastaba con muy poco para gozar, pasarla bien, sacarle el jugo a cada segundo de la niñez.

No necesitábamos juguetes caros para ser carajillos felices. Nos bastaba con la creatividad, la fantasía y una cierta dosis de locura.

¿De qué otra manera podía una escoba ser vista como un caballo, un paraguas como un escudo o un árbol de tamarindo como la casa de un mago?

“Nos divertíamos como locos con juguetes simples”, dice el protagonista de la novela Sodio, escrita por el argentino Jorge Consiglio (1962) al evocar su infancia feliz.

“Jugar es cosa seria. El juego libera todo el potencial creativo del niño… en el juego fortalece las habilidades blandas…trabajo en equipo, autoestima, resolución de conflictos… De güilas, mis hermanos y yo jugábamos en aquella máquina de coser de mamá… para mí era el Batimóvil… tana nanana… tana nanana…”, escribió ayer mi hermano Alejandro en LinkedIn.

Un hormiguero era un planeta habitado por extraterrestres, la máquina de escribir era el jardín donde germinaban y florecían las letras, el acordeón de papá era un abuelo que nos hacía cantar cuando estiraba y encogía sus arrugas…

El viento era un amigo invisible, la lluvia nos convertía en peces, el cielo era una enorme pizarra celeste habitada por nubes de tiza…

Algo tan simple como una caja de cartón era un casco, una escafandra, una cueva en donde esconderse de algún ogro…

Salir de la infancia es repetir la traumática experiencia de la expulsión del paraíso.

José David Guevara Muñoz
Editor de Don Librote