Eso fue lo primero que pensé e imaginé en cuanto tropecé, en un rincón de Internet, con la foto que acompaña a este texto.

Apreciamos el cielo teñido con la luz del astro rey, mas no vemos la gigantesca yema colorada pues ya está punto de sumergirse en el mar. Los personajes literarios sí disfrutan de esa estampa veraniega; se asoman por entre las páginas.

Lo sé porque en mi vida anterior habité dentro de una novela de cuyo nombre no logro acordarme. Desempeñaba, en esa historia, un papel secundario, lo cual me agradaba pues gozaba de la suficiente libertad para saborear diversos placeres; entre ellos, contemplar ocasos.

Yo aparecía en tan solo sesenta y ocho páginas de un total de quinientas cuarenta y tres; la protagonista, en cambio, hacía acto de presencia en cada folio, lo cual no le concedía tiempo libre para deleitarse con algo más que el aliento o la respiración de los lectores.

Claro, de ve en cuando yo me acercaba a ella, una dama elegante olorosa a tinta de imprenta, y le susurraba al oído, con lujo de detalles, los mágicos atardeceres. Ella lloraba de emoción y de frustración.

En más de una ocasión me bronceé, lo cual me tuvo sin cuidado hasta el día en que una atenta lectora comentó “qué curioso, el nombre de este personaje no tenía las letras quemadas la semana pasada”. A partir de entonces comencé a usar bloqueador solar.

Desempolvo mis memorias de inquilino literario cada vez que una puesta de sol me hace dejar de lado mis deberes y buscar un sitio desde el cual intentar beberme la inmensidad con mis ojos.

Hay ocasos en los que corro a abrir las cortinas del estudio para que los personajes de mis libros se den cuatro gustos admirando los tonos pastel de las nubes.

Zorba el griego siempre descorcha un vino tinto de su tierra para brindar por ese regalo del cielo.

Circe, la hechicera del poema épico Odisea, camina hasta la playa y bebe espuma de mar para evocar el sabor de su viejo amante.

Mono Congo y León Panzón, los protagonistas del cuento de Leonardo Garnier, exministro de Educación, cesan de cocinar y comer, y se sientan en silencio en el borde del librero.

Ya lo sabe, si alguna vez no alcanzó a ver un ocaso del que todos hablan no tiene más que acudir a don Quijote, Fermina Daza, Pedro Páramo, Gabriela la de clavo y canela, Santiago el viejo pescador de Hemingway o cualquier otro personaje literario y pedirle que le cuente los detalles o le enseñe las fotos que tomó.

Sí, el sol se acuesta detrás de los libros y la luz de la luna viaja cada noche sobre el lomo del burro Platero.

José David Guevara Muñoz
Editor de Don Librote