Quiero decir: por unos minutos o unas horas, o por una noche entera, nos ayudan a desconectarnos del entorno terrenal. Nos sacan de la rutina. Son como una cascada que nos lava las costras de la monotonía o las manos del deseo que nos despojan -botón a botón, broche a broche- de las viejas ropas de la costumbre. Sí, hay textos que poseen la virtud o la magia de alejarnos de lo habitual. De repente, ¡milagro literario!, olvidamos momentáneamente los temores, preocupaciones, inquietudes, obsesiones, resquemores… ¿No era que nos dolía la cabeza? ¿Acaso no teníamos que hacer una importante llamada telefónica? ¿Y los planes de salir a caminar? ¿No íbamos a tomarnos un café? ¿Qué pasó con el partido de la Sele? Es como si ciertas publicaciones editoriales usaran sus manos de papel para tirar con fuerza de los cables de alta tensión que nos alimentan con la energía de la inercia y nos desenchufaran. ¿Ha experimentado usted este maravilloso tipo de amnesia en cuanto abre un volumen que nos atrapa y envuelve con su telaraña de palabras? Yo sí y con frecuencia. De hecho, me gusta finalizar cada día leyendo algunas páginas que me apaciguan y preparan para el sueño precisamente porque ahuyentan durante un rato los fantasmas de la pandemia, el desempleo, las tormentas, las cuentas por pagar y las incertidumbres. Una buena lectura es el clonazepam del espíritu, el Tranquité de la conciencia, el espíritu de azahar de la mente inquieta o la respiración consciente de la memoria.

Quiero decir: sus historias nos hacen volar, surcar, planear. Nos elevamos y contemplamos la vida desde otras perspectivas, ángulos y ópticas, porque no es lo mismo observar la existencia solos que hacerlo en compañía de personajes literarios entrañables, esos que son como hermanos de sangre, amigas del alma, compinches de toda una vida, madrinas afectuosas, socios leales, comadres que nos entienden con solo una mirada. De repente nos vemos rodeados de nubes olorosas a invierno que se evapora y verano que de nuevo sale a la calle a jugar. Los pájaros nos rozan con sus alas. Los ángeles nos piden prestados los libros. Los arcángeles quieren que leamos en voz alta. Los querubines repiten los relatos o poemas que les cuentan Sor Juana Inés de la Cruz, Miguel de Cervantes, Gabriela Mistral, Julio Cortázar, Carmen Lyra, Jorge Luis Borges y Luisa González. Los serafines sacan una libreta Moleskine y una pluma Pelikan, y escriben cuentos mientras adoran y vuelan. ¿Qué esto: un río de colores? No, resulta que flotamos y nadamos en las diversas corrientes de los arcoíris. Sentimos el abrazo del Sol aún más caliente. El viento nos agita como papalotes. Nos falta el aire, pero los pulmones se llenan con versos y canciones de infancia. De pronto la vida se nos hace más liviana, como si viajáramos sin equipaje, sin mochila, sin dinero.

Quiero decir: nos sumergimos tan profundamente en algunos libros que sin darnos cuenta la piel se nos va transformando en papel y la sangre en tinta, a tal punto que de un momento a otro formamos parte del ejemplar, somos libro; somos libres cuando somos libros, nada de libras, si acaso una onza, o media. De un momento a otro aparece un gigante de figuras literarias, en especial hipérboles; lleva puesto un sombrero de diálogos memorables y sostiene entre sus labios una pipa que nunca enciende. El gigante nos toma del filo de la hoja que somos, nos desprende del lomo y nos dobla una y otra vez hasta convertirnos en un avión de papel. Nos lanza hacia el cielo y mientras damos giros y volteretas olvidamos las tristezas, angustias, malestares, enojos, odios, rencores. ¿Cómo no si el cielo es una biblioteca! Hay textos escritos en tablillas de barro, sobre papiro y papel. ¿Y las obras para lectores digitales? También. ¡Para todos los gustos! No hay miseria en la eternidad. Al cabo de unos minutos aterrizamos en algún jardín, una calle, un techo herrumbrado o un parque; entonces la esposa del gigante, una hermosa dama que viste blusa de literatura africana, enagua de versos asiáticos, calzado de cuentos de Oceanía, pañoleta de historias europeas y sombrero de novelas americanas, nos recoge y desdobla. Aprovechamos para estirar brazos y piernas, pero casi de inmediato nos dobla de nuevo hasta formar un barco de papel. Nos echa a navegar en un charco donde se refleja el cielo. Hay libros que nos acercan al cielo aunque estemos lejos de él.

JDGM