En esto, descubrieron treinta y dos molinos de viento que había en aquel campo, y así como don Guido Sáenz los vio, dijo a su escudero:

–La ventura va guiando nuestras cosas mejor de lo que acertáramos a desear; porque ves allí, amigo Sancho, donde se descubren treinta y dos músicos aferrados a sus atriles, con quienes pienso hacer batalla y quitarles a todos sus partituras, con cuyos instrumentos comenzaremos a transformar la Orquesta Sinfónica Nacional, que ésta es buena causa, y es gran servicio de Dios sembrar buena simiente cultural sobre la faz de la tierra.

–¿Qué músicos? dijo la Realidad.

–Aquellos que allí ves -respondió el ingenioso caballero-, de largos años en la orquesta, que suelen tener algunos hasta treinta.

–Mire vuestra merced -respondió Sancho- que aquellos que allí se parecen no son músicos a los que haya que cambiar, sino molinos de viento, y lo que en ellos parecen parecen piezas de atriles son las aspas, que, volteadas por el viento, hacen andar la piedra del molino.

–Bien parece -respondió don Guido- que no estás cursado en esto de las aventuras: ellos son músicos que es necesario cambiar por otros; y si tienes miedo quítate de ahí, y ponte en oración en el espacio que yo voy a entrar con ellos en decidida y valiente batalla.

Y, diciendo esto, dio de espuelas a su caballo Rocinante, sin atender a las voces que su escudero Sancho le daba, advirtiéndole que sin duda alguna eran molinos de viento, y no músicos, aquellos que iba a acometer. Pero él iba tan dispuesto en que eran músicos que habían cumplido su ciclo, que ni oía las voces de su escudero Sancho, ni echaba de ver, aunque estaba ya bien cerca, lo que eran, antes iba diciendo en voces altas:

–Non fuyades, artistas aferrados a vuestros atriles, que un solo visionario es el que os acomete.

Levantose en esto un poco de voces en defensa de los treinta y dos músicos, y los grandes temores al cambio comenzaron a moverse, lo cual visto por don Guido, dijo:

–Pues aunque mováis más influencias que un político mañoso, no he rendirme.

Y en diciendo esto, y encomendándose de todo corazón al entonces presidente de la República, pidiéndole que en tal trance le socorriese, bien cubierto de su coraje, con la convicción en el ristre, arremetió a todo el galope de Rocinante y embistió a los treinta y dos músicos. No salió ileso de aquella aventura, pero logró transformar la Orquesta Sinfónica Nacional de un país tímido a la hora de impulsar y ejecutar cambios.

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José David Guevara Muñoz
Editor de Don Librote