Algunas tardes, muy de vez en cuando, me da por preparar café (dejar que ese aroma se apodere del apartamento), servirme una jarra (dejar que la serpiente de humo ingrese en mis fosas nasales) y hacer un tour lento y silencioso (dejar que la paciencia me domine) por los anaqueles de mi biblioteca.

Entre sorbo y sorbo de esta bebida que Adán y Eva habrían preferido al fruto prohibido, recorro y repaso mi colección de libros, esa que he reducido considerablemente durante el último año pues del mal ejemplo del voluminoso diccionario he aprendido que el exceso de papel nos resta flexibilidad y libertad.

Me gustan estos paseos no solo porque puedo realizarlos sin la incómoda y agotadora mascarilla contra el coronavirus, sino también porque me permiten reencontrarme con textos que demandan una segunda o tercera lectura.

Además, en estas giras aparecen algunas obras que dejé a medio leer y quisiera retomar y terminar.

No solo eso. También caigo en la cuenta de que poseo publicaciones que no recordaba haber adquirido, y ese ejercicio anti amnesia me dibuja una sonrisa de cuarto creciente.

De repente me topo con cuentos, novelas o poemas en los que he dejado huellas de tinta: subrayados, paréntesis, asteriscos, notas, signos de interrogación y uno que otro dibujo. Releo y evoco.

Tropiezo, asimismo, con dedicatorias escritas en las primeras páginas de los amigos de papel y tinta que me han regalado familiares y amistades que conocen mi incorregible adicción literaria.

Ocasionalmente encuentro, entre las páginas alguna nota breve, una carta o una tarjeta escrita y firmada por algún viejo amor. Vieran que sabe rico el café con un chorrito de ternura…

Estas caminatas por los estantes me brindan la oportunidad de reacomodar algunos títulos. Por ejemplo, me ha dado por tratar de tener juntos los escritos de la costarricense Julieta Pinto, el ruso Antón Chéjov, el estadounidense John Steinbeck, el francés Patrick Modiano, el franco-argentino Julio Cortázar, el portugués Ferrnando Pessoa, el italiano Umberto Eco, el griego Homero y la española Gloria Fuertes.

Agrupo también los libros que pertenecieron a mi tata (31 de agosto de 1938-16 de julio del 2020) y que mi madre me ha heredado; en especial, teología, biografías y novelas. Con frecuencia recuerdo a mi viejo sentado en su sillón favorito, leyendo a la luz de una lámpara y subrayando con bolígrafo y regla.

Los tour olorosos a cafeto y papel me ayudan a percatarme de que hay libros que tengo repetidos. El martes pasado me di cuenta que contaba con dos ejemplares de los cuentos de Pessoa (editorial Páginas de espuma), por lo que le regalé uno a un muy buen amigo que me ha obsequiado varios libros que ya ha leído.

Estas giras me permiten acariciar, oler, sacudir, abrazar a mis más discretos amigos. Siempre es un placer conversar con don Quijote, Otelo, Gargantúa y Pantagruel, Madame Bovary, Tieta de Agreste, Gregorio Samsa, Santiago el pescador, Frankestein, Marcos Ramírez, Sherezade, la casada infiel, Tío Conejo, Zorba y muchas otras amistades entrañables.

Algunas tardes, muy de vez en cuando, me da por preparar chorrear palabras y leer granos recién molidos…

José David Guevara Muñoz
Editor de Don Librote