Viví con mis padres y hermanos en Liberia, Guanacaste, desde diciembre de 1969 hasta mayo de 1972. En algún momento de ese período un libro de la serie animada Los Picapiedra -estrenada el 30 de setiembre de 1960- me enseñó que los inquilinos de las bibliotecas son una excelente compañía en momentos difíciles.

Todo empezó cuando papá y mamá me avisaron que me llevarían al consultorio de dentista para que me extrajera una muela que me estaba dando problemas.

Esa fue la primera vez que me inyectaron anestesia. Lo confieso: el tamaño de la jeringa me intimidó y asustó, y sí, me dolió el pinchazo de la aguja.

Nunca antes había experimentado la extraña sensación de tener la boca dormida. Tampoco había percibido el olor a herrumbre de mi sangre ni probado su sabor un poco salado.

También lloré. No me apena confesarlo. Era un niño de entre 8 y 10 años.

Sin embargo, el momento cumbre de esa vivencia no tuvo lugar en el consultorio del dentista, sino en un bazar-librería ubicado a pocos pasos de ese local.

Fue en ese negocio donde mi tata me compró el libro de Los Picapiedra. Me sumergí de inmediato en aquellas páginas ilustradas en las que me encontré con Pedro, Vilma, Pablo, Betty, Pebbles, Bam Bam, el Señor Rajuela, el marciano Gazú y la mascota Dino.

La lectura me hizo olvidar la traumática experiencia odontológica. El texto fue bálsamo y abrazo para aquel carajillo que aún vestía pantalones cortos y se esforzaba por aprender a bailar los trompos de madera.

Desde entonces, los libros me consuelan, alientan y alivian en medio de situaciones complejas para las que no existe anestesia.

Eso me enseñaron Los Picapiedra. Esa lección perdura.

Los padres obsequian un libro y no imaginan todo lo que ese regalo puede significar en la vida de un hijo o una hija…

José David Guevara Muñoz
Editor de Don Librote