De repente mi nariz se transforma en una aspiradora con dos boquillas que atraen los olores de las páginas y las palabras.

Mis fosas nasales se arrastran por los pisos de papel y tinta en busca de aromas que sirven como aperitivo en el banquete de la lectura.

De una aguda emana el perfume de un árbol de guayabas maduras; de una grave, la fragancia del musgo que se aferra a las rocas que duermen en la orilla del río, y de una esdrújula, la esencia de una tarde de invierno.

Un libro es una antología de bálsamos.

Abrir alguno de los inquilinos del anaquel es descorrer las puertas de una despensa repleta de olores.

El olfato es la mano que frota la lámpara maravillosa editorial, de donde sale un genio que veces huele a naranjo en flor; en otras ocasiones, a café recién chorreado, y algunos días a tabaco cubano.

Mi biblioteca es el Edén de las narices sedientas de olores. Libros con aroma de charco de potrero, piel recién bañada, espuma de afeitar, maní con cáscara, terraza embriagada de sol, copa de vino.

Página 3, huele a panal que gotea miel; página 15, ubre de vaca rebosante de leche; página 32, nube gris carga de aguacero; página 58, tonel donde reposa el whisky; página 121, limón que es todo jugo; página 297, ola que derrama su espuma sobre la arena…

No es una gotera de techo lo que escucho en el estudio, sino el discreto tamborileo de las fragancias a madera, cuero y colonia de abuelo que derrama un libro que dejé abierto sobre el escritorio.

Cuando no me gustan los aromas de la tarde, abro varios libros en distintos rincones de la casa. Don Quijote de la Mancha es más efectivo que una barrita de incienso, y Zorba el griego da mejores resultados que el aerosol de lavanda.

¡No hay esencias que se comparen con las que despiden Gabriela, clavo y canela, Madame Bovary y La casada infiel!

Pasarse de casa es volver a oler los libros, leer con el olfato. Oleer.

José David Guevara Muñoz
Editor de Don Librote