Las letras de ese texto no están impresas en el papel. Cada uno de esos caracteres duerme sobre alguna página, a la espera de que el volumen sea abierto y el viento decida cuál historia armar.

En efecto, armar, o bien ordenar, organizar, ensamblar. Porque esa poderosa corriente de aire no escribe, sino que se limita a acomodar los signos ortográficos de acuerdo con su gusto y estado de ánimo.

Confieso que no me siento a gusto con la expresión “se limita”, ya que no es tarea fácil la que ejecuta el gigante invisible que impulsa a los veleros y pone a danzar las aspas de los molinos.

No es cualquiera el que en cuestión de segundos sopla contra un grupo de hojas cosidas, hace revolotear a vocales, consonantes y signos de puntuación y deja sobre las planas una novela que se puede leer fácilmente.

Es por eso que a ese libro solo lo saco del estante y lo llevo al jardín cuando corre el viento.

De esa manera hay jornadas tan ventosas en las que por la mañana leo a Zorba el griego en ese ejemplar, pero por la tarde disfruto de Gentes y gentecillas, mientras que por la noche me deleito con Tieta de Agreste.

No es cuento. Hace pocos días los alisios que elevan papalotes en Costa Rica me jugaron una broma.

Yo estaba leyendo El vaso de plata, del español Antoni Marí, después del almuerzo. En determinado momento dejé esa publicación sobre la banca de cemento del jardín y entré en casa por un café… cuando regresé me encontré con la sorpresa de que tenía ante mí La tía fingida, de Miguel de Cervantes.

¡Me quedé con las ganas de avanzar en la lectura que tanto estaba saboreando!

Así se comporta el viento con este texto de letras que dispone a su antojo, como quien arma un rompecabezas.

¡Ni qué decir sobre lo que ocurre en la playa!

En cuestión de pocos minutos el lector que devora historias plácidamente sentado sobre la arena, es obligado a saltar como un conejo entre las hojas (no de lechuga) pues en un momento está leyendo Gloria, de Nabokov; de repente se halla ante Mi perra Tulip, de Ackerley; de pronto Sara, de Sergio Ramírez…

… en un abrir y cerrar de ojos (¿o de párpados?) tiene ante sí El pan que como, de Díaz-Mas; veinte segundos después navega en las aguas de El viejo y el mar, y tras beber un sorbo de agua de pipa se percata de que le corresponde el turno a Palomar, de Calvino.

¡Una auténtica tortura! Algo así como ver la televisión en compañía de una persona que no cesa de cambiar de canales con el control remoto.

Supongo que ustedes respaldarán mi decisión de no llevar más a este libro a la playa.

En el jardín de casa las ráfagas hacen de las suyas, pero con moderación, con espíritu de civilizada travesura.

Tengo que aclarar que este ejemplar no me permite nunca seleccionar, ¡ni tan siquiera sugerir!, los relatos a armar. Libre albedrío literario al cien por ciento.

Lo bueno de eso son las sorpresas agradables; lo malo, las desagradables que me obligan a abrir el libro frente al ventilador.

En honor a la verdad, otra ventaja o beneficio de este volumen es que me recuerda, como también lo ha hecho el 2020, que como cantaba Mercedes Sosa: “Cambia, todo cambia”.

José David Guevara Muñoz
Editor de Don Librote