“Recordaba a los ancianos de la enramada del Parque Central. Aquellos ancianos que veían el reloj cada minuto, se aprendían el periódico de memoria, se tocaban la rodilla o la cintura y el hombro para saber qué les estaba doliendo. Raras veces conversaban, estaban solos”.

Palabras del artista costarricense Francisco Amighetti (1907-1998) en el libro El desorden del espíritu, del filósofo y escritor costarricense Rafael Ángel Herra y publicado por la Editorial de la Universidad de Costa Rica.

Yo conocí esa enramada. Estaba ubicada en el costado oeste del parque.

Primero la conoció mi abuelo materno, Orlando Muñoz Meneses (1916-1968), quien se sentaba bajo ese techo de ramas entrelazadas a escuchar las palabras de un predicador callejero llamado Cecilio, hombre de piel nocturna y verbo encendido.

Fue mi abuela Inés (1913-2000) quien me contó de esa pausa que hacía el abuelo cada vez que caminaba por San José.

El padre de mi mamá era un hombre cariñoso pero a la vez de carácter fuerte, temperamento de acero y personalidad firme, por lo que no me extraña que le gustaran los sermones de aquel profeta josefino que no titubeaba a la hora de condenar a quienes consideraba pecadores.

Más de una vez me senté a escucharlo a finales de la década de los años 70 e inicios de los 80. No me gustaban sus predicaciones intolerantes e intransigentes, pero sí me llamaban la atención el valor y denuedo con que hablaba en público.

Eso sí, lo que más admiraba era la variedad de personajes que se sentaban en los poyos de cemento a escuchar los mensajes de Cecilio: ancianos como lo que recordaba Amighetti, mendigos, alcohólicos, prostitutas, gente que vendía mercancías de extraña procedencia y demás actores del reparto capitalino.

Recuerdo en especial la ocasión en que Cecilio dijo que iba a regalarle un Nuevo Testamento de bolsillo (ejemplares azules que distribuía la organización cristiana Gedeones Internacionales) a cada parroquiano que cerrara los ojos durante la oración final.

Yo no cerré los ojos, por lo que el predicador giró instrucciones precisas y en voz alta de no entregarme una copia de aquel libro. “Usted no cerró los ojos”, manifestó al tiempo que me señaló con el índice de su mano derecha.

No me quedé callado: “Pues usted tampoco los cerró porque se dio cuenta de que yo no lo hice”. Mi comentario provocó muchas risas entre la concurrencia, lo cual disgustó a Cecilio, quien ya era un hombre de avanzada edad.

Años después la Municipalidad de San José mandó a eliminar la vieja enramada, pero esta aún echa hojas y flores en las palabras de Amighetti y en mi memoria.

José David Guevara Muñoz
Editor de Don Librote