He tenido la dicha de viajar en modernos y veloces trenes de Alemania y Japón, pero ninguna de esas experiencias me despiertan tantos recuerdos color sepia como los que revolotean en mi memoria al evocar los recorridos que realicé en dos ferrocarriles tercermundistas: el eléctrico al Pacífico, que se desplazaba hasta Puntarenas, y el de diesel al Atlántico, que transitaba hasta puerto Limón.

Eran dos ancianas serpientes de metal y madera que reptaban sobre rieles que soportaban sus constantes sacudidas tipo sismo y sus traqueteos al mejor estilo de catre oxidado de viejo burdel.

Fui uno de sus tantos pasajeros en inolvidables paseos familiares que realizamos a un chalet ubicado en El Roble de Puntarenas, así como en visitas a tía Nidia, la hermana menor de mi padre, en la tierra del pan bon y el pati.

Cada vez que acudo a la estación de la nostalgia y abordo alguno de esos trenes, mi cabeza es un panal donde zumban las voces de mi familia, parientes, amistades y amores de juventud, así como las de los pasajeros cuyas conversaciones, chistes o canciones hacían más amenos aquellos trayectos en los que uno acababa con el estómago batido por culpa del bailoteo de los coches.

A Puntarenas se tardaba entre 3 y 4 horas, en tanto que a Limón se demoraba unas 6 o 7 horas. Este último viaje lo rememoro con mucho cariño pues la pesada serpiente -encabezada por una máquina conocida como El pachuco- peregrinaba por algunos de los paisajes descritos en novelas y cuentos del escritor costarricense Carlos Luis Fallas (Calufa).

Varios vagones cargados de años han circulado desde entonces sobre los durmientes de mi vida, pero aún resuenan en mi mente las chácharas de los vendedores ambulantes que ofrecían empanadas, marañones, agua de pipa, refrescos, cajetas, plátanos y papas tostadas, y tortas de carne molida con tortillas.

¡Imposible olvidar a la señora gruesa y morena que subía al tren al Pacífico en la estación de Orotina, cargando una palangana de aluminio repleta de piezas de pollo bañadas en manteca y achiote, y huevos duros sin cáscara! El sabor de esos manjares bien valía terminar con las manos y los brazos escurriendo caldos aderezados con cebolla, ajo y culantro.

Innumerables rostros, casas, paisajes, días, noches, mujeres tendiendo ropa, agricultores, futbolistas de pueblo, borrachos, niños con uniforme escolar, abuelos sentados en corredores, animales, ríos, puentes, túneles, barrancos, pulperías, iglesias, caminos de tierra, festejos populares, camiones lecheros, carretas tiradas por bueyes y mucho más observé a través de las ventanas de ambos trenes.

Evoqué esos viajes gracias a la lectura del cuento Las focas, de la escritora estadounidense Lydia Davis (1947), un relato que forma parte del libro Ni puedo ni quiero, publicado por la firma argentina Eterna Cadencia Editora y que adquirí en La librería andante (125 metros al norte de la parroquia de San Pedro de Montes de Oca).

Se trata de una cálida narración en la que la protagonista evoca, a bordo de un tren, a una mujer que ocupa un lugar muy especial en su vida: su hermanastra, una persona ya fallecida que se distinguió por su cariño, generosidad, preocupación por los demás, las cenas que preparaba para sus amigos y los regalos con temas de animales (entre ellos, las focas.

“Es extraño cómo se ven las cosas cuando las miras desde la ventana de un tren”, dice la personaje principal de esa historia magistralmente contada en 18 páginas. Un texto cuyas palabras sudan nostalgia, gratitud, tristeza, dulzura, memoria, amor, un pasado que no volverá, un presente que duele y un futuro que no será lo mismo sin la presencia de una de esas personas que dejan huella en los corazones.

Nunca antes había leído a Lydia Davis, quien estuvo casada entre 1974 y 1979 con el también escritor estadounidense Paul Auster (de quien he leído La trilogía de Nueva York, Tombuctú, Mr. Vértigo, La historia de mi máquina de escribir, El cuento de Navidad de Auggie Wren y Creía que mi padre era Dios), pero de ahora en adelante no pienso perderla de vista.

Fue ella quien me sugirió el título de este artículo: Nostalgia es observar la vida desde una ventana de tren.

José David Guevara Muñoz
Editor de Don Librote