Todo el tiempo contaba las mismas historias sobre Frank Sinatra, Ray Tico, Elvis Presley, Memo Neyra, The Platters, Paco Navarrete, Bill Haley & His Comets, Julita Cortés y los Machucambos…

Nunca cambiaba de tema. El mismo disco rayado de siempre.

Que “el guaro une a las familias”, “¡pobre pueblo, siempre llevando garrote!”, “yo soy yo y mis circunstancias”, “a mí que no me digan de ninguna iglesia”, “esos ricachones son unos infelices”…

Sus tópicos de conversación no cesaban de girar en la centrífuga de la monotonía.

Rodolfo Umaña, el mejor portero en la historia de Costa Rica. El “Flaco” Pérez, un arquero que volaba a la par del horizontal. Los guardametas de ahora no saben cómo ubicarse ante un tiro de esquina o un tiro libre. Didier Gutiérrez era un cancerbero fuera de serie.

Una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez los relatos de siempre.

“Los macarrones fueron la primera boca que dieron en un bar en Costa Rica”. “Mi exnovia y yo fuimos la primera pareja que bailó en un bar del país”. “Los jóvenes de mi época sí éramos combativos, ¡no le aguantábamos nada a ningún político”.

Me gustaba visitarlo, pero me cansaba escuchar el mismo guion, la misma cháchara.

Su vocabulario tan particular: Fanfarria, pipiribao, escupitajo. julepe, galancillo de pueblo, pendejete, espolear, palabreja, tasajo, chisguete, pécora, chocolatí.

Al principio hacía gracia, pero llegaba el momento en que cansaba, agotaba; conversa predecible.

No lo veo hace unos cuatro años, pero me acordé de él leyendo la novela Extinción, del escritor austriaco Thomas Bernhard (1931-1989).

Hay dos páginas, 14 y 15, en las que el protagonista, un profesor universitario identificado como Muaru, se obsesiona con dos temas: su alumno favorito, un italiano de apellido Gambetti, y su pueblo más odiado, Wolfsegg, en Austria, donde creció y de donde huyó porque no soportaba a sus habitantes (incluidos sus padres).

Dos páginas en las que dicho personaje literario, radicado en Roma, no hace más que mascullar ambos asuntos. Los lame-mastica-engulle-escupe, los lame-mastica-engulle-escupe, los lame-mastica-engulle-escupe…

En eso se la pasa. Un total de 74 líneas en las que menciona a Gambetti 22 veces y a Wolfsegg, 23. Como si fuera poco, utiliza y reutiliza 11 palabras para describir lo desagradable que le resulta su pueblo natal; entre ellas, “repugnante”, “odio”, “anodino”, “ofender”, “aniquiladora” y “despiadada”.

Mientras leía ambas páginas me sentía tentado a huir de ellas. Me hicieron recordar a aquel hombre que hablaba siempre de lo mismo.

Sin embargo, en determinado momento recapacité, me autoanalicé y caí una vez más en la cuenta de que TODOS, absolutamente TODOS, los seres humanos somos personas adictas a la reiteración.

No siempre somos conscientes de ello, pero nuestras mentes son cielos en los que revolotean las mismas obsesiones, temores, prejuicios, sueños, deseos, rencores, errores, fantasías, frustraciones, complejos, incertidumbres, remordimientos, culpas…

Claro, como muchas situaciones de la vida, siempre es más fácil hallar la paja en el ojo ajeno que la viga en los ojos propios.

¡Cuántas veces al día no me descubro hablando de lo mismo, pensando lo mismo, criticando lo mismo, sentando cátedra sobre lo mismo, quejándome sobre lo mismo, señalando a los mismos!

TODOS somos, de alguna u otra manera, aquel hombre que hablaba siempre de lo mismo. ¿O van a decirme que no, que no, que no, que no, que no, que no…?

JDGM