Recuerdo la primera vez que leí aquel libro cuyo título me reservo. En todo caso, lo relevante no es el nombre, sino la historia que voy a contarles y que a lo mejor le recuerde a usted una experiencia similar.

Durante varios años admiré esa atractiva obra impresa a prudente distancia. Me llamaba la atención, mucho, pero por alguna u otra razón no me animaba a acercarme a ella, sacarla del estante en el que siempre la veía y ojearla.

Aunque leer es uno de mis mayores placeres, no siempre mi relación con los textos es fluida y espontánea; de cuando en cuando me trabo, algo -un misterio- me impide dar los primeros pasos: palpar la carátula, oler el papel, darle un vistazo al prólogo. Eso que llaman coqueteo literario, paso que antecede a la seducción editorial.

Sin embargo, la celebración del Día Internacional del Libro de hace 10 años nos acercó, nos puso en el mismo camino y ¡se hizo la luz!

De repente me descubrí saboreando sus primeras páginas una noche en la que mi aliento comenzó oliendo a whisky con soda y terminó despidiendo el aroma a duraznos y tabaco de la tinta y el papel.

No caí por accidente en esa telaraña de palabras, me lancé contra ella de manera voluntaria y giré hasta acabar envuelto por aquella red de personajes, diálogos, escenarios, situaciones, tensiones, enigmas y clímax.

“¡Que me devore esta araña de la narrativa!”, me dije en aquella ocasión. “¡Que me inyecte el dulce veneno de su tinta indeleble! ¡Que me reduzca a cascarón de lector como si fuese el cadáver de una mariposa de primera edición o el epílogo de un abejón revisado y ampliado!”

A pesar del gozo que me produjo el hallazgo, pensé que, como suele suceder, permanecería en ese Edén de metáforas, prosopopeyas y anáforas durante algunos días, a lo sumo unas cuantas semanas, y luego sería expulsado del paraíso, o bien, lo abandonaría por mi propia decisión.

Sin embargo, ha transcurrido una década desde aquel 23 de abril del 2011 y aún conservo en mi piel de lector hilos de esa telaraña de oraciones, párrafos y capítulos.

Todavía percibo la fragancia de los frutos de esa bella tierra escrita que no se encuentra delimitada por los ríos Pisón, Gihón, Hidekel y Eufrates, sino por Orlando, de Virginia Woolf; El diablo en la botella, de Robert Louis Stevenson; Ada o el ardor, de Vladimir Nabokov, y El mar, el mar, de Iris Murdoch.

Y aunque hace ya casi dos semanas que no mastico la jugosa pulpa de ese prohibido fruto literario, mi aliento sigue dando cuenta de una historia de 10 años.

¡Cuánto cuesta romper con un libro telaraña! Nada fácil hacerlo, pues se trata de un relato que marca, deja huella, abre surcos, una historia que uno quiere volver a leer, un texto que es esencialmente el mismo pero siempre comunica algo diferente que nos hace pensar, revisar, escarbar, preguntar, confrontar, replantear…

Ejemplar con el que reímos y lloramos, cantamos y gritamos, hablamos y enmudecemos, anotamos y borramos, amamos y odiamos, confiamos y dudamos, mostramos y ocultamos, sanamos y enfermamos, sembramos y talamos, regamos y secamos, calzamos y desencajamos, vivimos y morimos.

No todos los días tropezamos con un volumen así, que se niega a ser cerrado y olvidado… ¡Vaya conflicto literario! ¡Vaya dilema editorial!

José David Guevara Muñoz
Editor de Don Librote