Cuando digo “nos” me refiero a mi familia: papá, mamá y sus cuatro hijos.

Se nos quebró el pichel de la dinastía Ming el 22 de abril de 1991, hace casi treinta y un años; en efecto, el mismo día en que un terremoto con una magnitud de 7,4 grados en la escala Richter sacudió a la provincia de Limón a las 3:57 p.m.

Durante la mañana y parte de la tarde yo había estado entrevistando a una familia de productores de cebolla en un cerro de Santa Ana, la cual me invitó a almorzar un plato que me supo a gloria: arroz recién cocinado, frijoles olorosos a orégano, dos rodajas de mortadela y cebolla con limón y sal servidos con generosidad en un plato de lata.

El viaje de regreso lo hice en compañía del arquitecto Héctor Aguilar Sandí, quien me ofreció llevarme hasta la casa en la que yo vivía en aquel entonces en San Pedro de Montes de Oca.

La fuerte sacudida de la tierra nos sorprendió a Héctor y a mí atravesando Barrio México. Por primera vez en mi vida vi a una señora hincada sobre una acera y exclamando “¡Santo Dios, Santo fuerte, Santo inmortal!”

Cuando llegamos a casa nos reunimos con mi familia y casi de inmediato mi hermano Alejandro me informó que al pichel de la dinastía Ming se le había quebrado la tapa durante el sismo.

Héctor, quien no sabía a qué se refería en realidad mi hermano, abrió los ojos de par en par y me preguntó si de veras teníamos en casa una pieza de tal valor. Le expliqué que no poseíamos tal tesoro de la dinastía que gobernó a China entre los años 1368 y 1644, sino que así nos referíamos -en plan chota- a un viejo y barato pichel de cerámica con decoraciones chinas.

Evoqué ese divertido episodio entre las 6 y las 7 de esta mañana, mientras leía -haciendo fila para un examen de sangre- la novela Mar abierto, del escritor inglés Benjamin Myers (1976).

Dulcie Piper, una de las personajes, le explica a Robert Appleyard, protagonista de la historia, cómo se prepara una infusión de ortigas. “Para servirla, tanto da que sea en una taza de latón como en una exquisita porcelana de la dinastía Ming”, dice ella.

Esas líneas, ubicadas en la página 39, me dibujaron una sonrisa de cuarto menguante mientras aguardaba mi turno para ser atendido en el laboratorio clínico.

“¿Qué habrá sido del pichel de la dinastía Ming?”, me pregunté en silencio, pero casi de inmediato recordé que mamá me dijo hace algunas semanas que ese utensilio estaba guardado en algún rincón de su casa. Uno de estos días voy a pedirle que lo busquemos y lo pongamos en el centro de la mesa durante alguna reunión familiar.

Estoy seguro de que la tertulia no girará en torno a la era Ming, descrita por muchos historiadores como “una de las mayores eras de gobierno disciplinado y estabilidad social de la historia humana”, sino en torno al jocoso episodio que todavía nos hace reír.

No hay duda de que uno de los placeres de la lectura es que en cualquier instante transforman a los libros en sombreros de mago del que salta el conejo de la memoria y el sentido del humor.

Por cierto, los jarrones que aparecen en la foto que acompaña a este artículo sí pertenecen a la dinastía Ming pero no son propiedad de mi familia.

José David Guevara Muñoz
Editor de Don Librote