En una amplia entrevista que se le hizo en 1993, año en que ganó el premio Nobel de Literatura, la escritora estadounidense Toni Morrison (1931-2019) manifestó: “No conocía los sonidos de mi casa entre semana; todo me mareaba un poco”.

Se refería así al año 1983, durante el cual escribía la novela Beloved aprovechando un período de dos años en los que no trabajó fuera de su residencia.

Así se lo dijo a la también escritora estadounidense Elissa Schapell, quien la entrevistó para la revista The Paris Review fundada en la capital francesa en 1953 pero con sede actual en Nueva York, Estados Unidos.

La conversación entre ambas autoras forma parte del segundo tomo de la obra The Paris Review Entrevistas (1953-2012), publicada en diciembre del 2020 (¡algo bueno debía tener el año pasado!) por la editorial Acantilado, de Barcelona, España.

Morrison, autora de Ojos azules, La canción de Salomón, Jazz, Paraíso, Volver, La noche de los niños y El origen de los otros, declaró que durante ese período descubrió cosas de sí misma en las que no había pensado nunca. Entre ellas, los sonidos de la casa de lunes a viernes.

El mismo descubrimiento habremos hecho muchos de nosotros durante estos catorce meses de Covid-19, en especial quienes hemos permanecido confinados la mayor parte del tiempo.

Tal es mi caso. Cuando la pandemia llegó a Costa Rica, en marzo del 2020, yo tenía dos años y medio de vivir en Mata de Plátano de Goicoechea y conocía solo las sinfonías que interpretaba la casa los sábados y domingos, pero desconocía las canciones que cantaba el resto de la semana.

Poco a poco fui entrando en contacto con los pasos de un gato gris y blanco sobre el techo, los lamentos del zinc en días de mucho sol, el grillo que frota sus alas en el jardín, el moscardón que se estrella contra la ventana del estudio, los susurros de los tragaluz y los murmullos del viento que golpea la puerta.

La casa tiene una forma particular de asimilar y transmitir los ruidos de las ruedas de los coches que cargan a los bebés paseados por las abuelas y el estribillo “el pa-na-de-ro con el pan, el pa-na-de-ro con el pan” que sale desde una corneta instalada en el techo de un vehículo 4×4.

He aprendido a reconocer los ecos de los motores de los carros y motos de algunos vecinos, los pasos de algunas personas, los latidos de varios perros, los chirridos metálicos de distintos portones y algunos gritos, risas, carcajadas, toses y estornudos.

Contrario a lo que ocurría muy de vez en cuando en mi anterior domicilio, aquí no he escuchado a parejas retozando, vecinos peleando por una caca de perro, gente discutiendo por un espacio del estacionamiento o procesiones con equipos de sonido porque todos estábamos obligados a escuchar.

Aquí suenan patinetas en lugar de trenes, gallos en vez de maquinaria industrial, gallos en cambio de un escandaloso portón eléctrico y mugidos de vacas en sustitución de furgones que cargaban o descargaban mercancías en una bodega.

Tal como le sucedió a Toni Morrison, una apasionada de la cultura afrodescendiente y la justicia, yo “no conocía los sonidos de mi casa entre semana”.

Lo bueno de esta difícil experiencia de catorce meses es que he aprendido también a descubrir y reconocer los sonidos de mi ser, alma, esencia.

José David Guevara Muñoz
Editor de Don Librote