Ante un libro no hay que simular, actuar o fingir.

Los amigos de papel y tinta, o caracteres digitales, nos invitan a ser nosotros mismos, auténticos, sin ingredientes artificiales.

Ante un anciano editorial color sepia, una joven literaria con canto dorado o plateado, o un niño impreso oloroso a nuevo, podemos mostrarnos tal cual somos.

Los libros no nos juzgan, señalan o condenan; nos aceptan sin antifaces ni vestuarios, y sin libretos ajenos aprendidos de memoria y sobreactuados.

Tampoco nos escanean de arriba a abajo para ver cómo vestimos ni nos preguntan nuestros apellidos con la intención de adivinar o descubrir pedigrís superficiales; a ellos les gusta la esencia y la sustancia.

Ante un inquilino del estante podemos bajar la guardia. La farsa y los maquillajes no son necesarios para leer; al libro le interesa que lo leamos no que le vendamos cuentos.

Después de todo, estos fieles compañeros saben de qué estamos hechos con tan solo ver cómo los tomamos, oír cómo los leemos, sentir cómo los acariciamos, percibir cómo los olemos, observar cuán importantes son para nosotros.

Al tiempo que enfocamos nuestros ojos en sus palabras, ellos se sumergen en las pozas de nuestras córneas, iris y pupilas y bracean hasta llegar a lo más profundo del alma.

Un libro puede engañar a un lector, pero un lector no puede engañar a un libro.

Estos amigos nos conocen muy bien. ¡Y nos aceptan sin condiciones!

Por eso leer es una de esas actividades en las que podemos quitarnos las máscaras, liberarnos de la presión de las cintas con que las atamos a la cabeza, y dejarlas durante algunas horas sobre la veladora, en el ropero, debajo de la cama, la alacena o la mesa del comedor.

¡Despojarse de una careta es una delicia! Lo hemos comprobado infinidad de veces a lo largo de los últimos veinte meses.

Esa libertad es uno de los deleites que nos brinda la lectura.

Un placer conversar con Fermina Daza sin el antifaz de la “perfección”, dialogar con Tata Mundo sin la careta del “todo está bien” o tertuliar con Sherezade sin la máscara del “no tengo miedo”.

Leer sin carátulas es terapéutico, sano y relajante. Es como practicar la respiración consciente.

Además, nos permite reencontrarnos con nosotros mismos. Un libro es un buen sitio para tener una cita con nuestro yo real y esencial.

Podemos despojarnos de las máscaras con toda confianza a la hora de leer, pues los textos son tan discretos que no le cuentan a nadie, ni siquiera a sus autores, lo que les hemos revelado o ellos han observado.

Ante un libro no hay que simular, actuar o fingir. Tan solo ser.

En todo caso, es mejor refugiarse detrás de un libro que esconderse tras una máscara.

José David Guevara Muñoz
Editor de Don Librote