Me gustaría viajar hacia atrás en el tiempo, específicamente hasta los precisos instantes en que conocí vocablos importantes en la experiencia humana.

Por ejemplo, el segundo en el que escuché o leí el término soledad y me explicaron su significado o lo busqué en el diccionario.

Miedo. ¿Cuándo me enfrenté por primera vez a ese acalacrán de dos consonantes y tres vocales? No lo recuerdo.

¿En qué momento de mi infancia habré tropezado con culpa? Lo confieso: esta palabra me resulta pesada y castrante. ¡Cuánto se utiliza para manipular!

Me encantaría ver mi rostro en el momento en que me presentaron dos términos que, según las malas lenguas, duermen juntos pero aparentan ser enemigos: verdad y mentira.

Otra de ellas: silencio. Créanme que me alegraría mucho descubrir el episodio en el que me enamoré de este hermoso y necesario vocablo. Cuando callamos, escuchamos…

Dios. ¡Vaya nombre! ¡Vaya palabra! ¡Vaya misterio! ¡Vaya cadena de preguntas! ¿Qué habrá sido lo primero que supe, o me dijeron, de Dios.

Siete palabras que me llaman poderosamente la atención cuando leo la novela Stella, del escritor y periodista alemán Takis Wüerger (1985), publicada el año pasado.

Otro día les hablaré de ese libro. Por ahora, quería enfocarme en esas palabras vitales en la experiencia humana. Términos que conocemos en la niñez y nos acompañan a lo largo de la vida.

No estoy seguro de que al exhalar nuestro último aliento estemos seguros de lo que verdaderamente significan esos vocablos.

La existencia son todas esas respuestas que buscamos en medio de dos signos de pregunta.

JDGM