Sucede a veces que abordo uno de los botes de papel y tinta anclados en mi biblioteca, me siento sobre el piso de palabras y empiezo a surcar las corrientes literarias con los remos de la lectura, pero de pronto pierdo impulso…

¿Le ha sucedido lo mismo?

Por alguna u otra razón, el entusiasmo e ímpetu inicial cede terreno y las palas se hunden cada vez más lento en el agua.

Llega un momento en el que la marcha depende más de la marea o del viento que de mi esfuerzo.

Alguna mañana, mientras bebo el primer café del día, abro el libro y remo unos cuantos minutos, apenas para deslizarme sobre un remanso de tres páginas.

Hay tardes en las que me pongo el chaleco salvavidas y pongo manos a la obra al mismo tiempo que disfruto del sol en la terraza, pero apenas logro alejarme de la orilla cuando me detengo.

Una que otra noche me sirvo un whisky y me hago a la mar, pero la bebida espirituosa me seda y regreso al muelle al cabo de un diálogo entre dos personajes.

Es extraño porque me gusta el tema, la estructura de la trama, la forma de contar, la caracterización del protagonista, la atmósfera del relato, lo que se dice entre líneas, las pausas, el misterio y los diversos puntos de vista, pero me demoro en llegar a la última página.

Y no es que de manera consciente frene, postergue o retarde la llegada al puerto del desenlace. Simple y sencillamente, me convierto en un marinero víctima del letargo y la modorra.

En ese estado o situación puedo pasar días o semanas.

Sin embargo, llega el instante en que despierto y me decido a remar con fuerza para alcanzar la meta pues no me gusta acumular en mi librero botes de papel y tinta con recorridos incompletos.

Es lo que ocurrió recientemente con dos novelas de la estadounidense Marilynne Robinson (1943), Gilead y En casa. Comencé a leerlas con buen ritmo de remos, pero de repente me atoré en una mancha de algas o encallé en alguna roca o arrecife, por lo que los días 12 y 13 del presente mes navegué con determinación durante varias horas y llegué a ambos destinos.

Leer es como remar, pues se trata de una actividad que exige esfuerzo a pesar de lo placentera que es; no se le puede comparar con el acto de encender un motor fuera de borda y surcar las corrientes editoriales con la potencia de 120 caballos de fuerza.

¡Pero qué placentero y satisfactorio es arribar a buen puerto, a pesar de que los músculos de los brazos terminen resentidos!

José David Guevara Muñoz
Editor de Don Librote