El primer capítulo de la novela En la tierra somos fugazmente grandiosos, del escritor vietnamita-estadounidense Ocean Vuong (1988) tiene más recuerdos de un hijo sobre su madre que páginas.

Doce folios y medio versus diecinueve remembranzas que en su mayoría comienzan con dos palabras: “La vez…”.

En total, una carta de 257 planas cuya destinataria es una madre que no sabe leer: la progenitora de una familia de vietnamitas que hueron de su país rumbo a Estados Unidos.

Un escrito que no es más que el examen de conciencia de un joven que repasa y analiza los hechos principales que moldearon su identidad.

El protagonista, el propio autor de este libro, rememora en las primeras páginas travesuras, lecturas, castigos recibidos, compras en una carnicería china, aventuras en la montaña rusa, cupones de descuentos, muertes, enseñanzas, confesiones…

Una obra íntima. Un ejercicio de buceo en lo más profundo del ser.

¿Puede haber algo que revele tanto o más de nuestro interior como escribirle una carta a la mamá? Basta con pensarlo para que los ojos se me humedezcan de emoción y gratitud.

¡Cuántas memorias, enseñanzas, consejos, consuelos, sacrificios, caricias, correcciones, miradas, risas, cantos, juegos, secretos, misterios, huellas!

¿Habrá un ser humano capaz de despertarnos tantas emociones como lo hace la mujer que nos trajo al mundo luego de tenernos nueve meses en tan hermosa y cálida sala de espera?

Tengo el presentimiento de que redactar una epístola para la madre debe ser un acto liberador, una especie de ritual purificador, algo así como una sesión para exorcizar fantasmas y demonios, saldar cuentas pendientes, abrazarnos con fuerza a nuestra esencia.

Me pregunto qué contaría yo de “Mita”, cómo la describiría, qué tono le daría a su voz, cuánta luz habría en su mirada y cuánta ternura en sus caricias y calor en sus abrazos.

Sin duda, uno de los recuerdos que incluiría en esa carta es el de la tristeza, la cabanga, que me embargaba cada vez que en el San Ramón de los años sesenta la vi -durante varios días- a la distancia en el hospital, a través de una malla que yo quería derribar para abrazarla.

Y otros episodios: la alegría que la embargaba cada vez que regresaba de un viaje al extranjero, el orgullo con que me muestra las flores nuevas de las plantas de su jardín, las lágrimas que derrama cuando recordamos a papá y cuando me cuenta anécdotas del abuelo.

Aquella madre, la de Ocean Vuong, no sabía leer, pero ¿cuál mamá no es capaz de leer en los ojos de un hijo? Estoy seguro de que aunque nunca me he sentado a escribirle una carta amplia a mi viejita, ella ha devorado las palabras que descubre en mis retinas, pupilas, córneas y niñas.

José David Guevara Muñoz
Editor de Don Librote