Tenía razón el impresor, bibliógrafo y escritor inglés William Blades (1824-1890) cuando afirmó que los libros respiran.

Esa declaración la dejó por escrito en su libro Los enemigos de los libros, publicado por primera vez en 1880.

De ese descubrimiento literario dio cuenta el escritor estadounidense Eugene Field (1850-1895) en su obra Los amores de un bibliómano.

“… si alguien es escéptico, lo único que tiene que hacer para convencerse es abrir la puerta de un mueble librero en cualquier momento: su olfato recibirá el saludo de una emanación de olores que le demostrará, más allá de toda duda, que los libros realmente aspiran aire y exhalan perfumes”, escribió Field.

Esos perfumes se encuentran entre mis aromas favoritos. Ya lo he dicho, pero lo reitero: me gusta abrir y oler los ejemplares que ocupan los anaqueles de las librerías. La información que mis fosas nasales le transmiten al cerebro, influye en mucho mi decisión final como cliente.

¡Ni qué decir de los inquilinos editoriales de casa! Cada uno de ellos despide un olor particular dependiendo del momento; son diferentes las fragancias que emanan de sus cuerpos en verano y en invierno, de día o de noche, con neblina o sin ella.

Me gustan también las esencias de los textos que habitan en otros estantes. Soy incapaz de resistir la tentación de aspirar esos efluvios que a veces huelen a tabaco o a café en grano, y en otras ocasiones a tierra mojada o madera ahumada.

También a zacate recién cortado, whisky adormecido, árbol con pies de musgo, guayaba verde, bastón de abuelo, alforja de sabanero.

En este campo, los libros electrónicos son neutrales: no tienen olor; ni huelen mal ni huelen bien.

Aunque no he podido comprobarlo, tengo la sospecha de que los textos de papel no solo respiran sino que además tosen, estornudan, roncan y carraspean.

Como si fuera poco, presumo que ellos también pueden olernos, lo cual creo que hacen mientras los leemos.

Así las cosas, la lectura es, en el fondo, un delicioso intercambio de perfumes corporales, esencias respiratorias.

Es decir, gracias al maravilloso sentido del olfato leemos aún cuando dormimos.

JDGM